Nota
Nuestra: Esta publicación sobre la masonería tiene una visión filosófica-católica.
Por lo que para ciertos lectores les puede parecer una lectura un tanto árida.
Se puede decir muchas cosas acerca de la
existencia y de los planes secretos o menos secretos que sostiene esta
misteriosa sociedad. Se puede hablar de ella con o sin conocimiento de lo que
se dice y exagerando, aquí y allá, su valor, su influencia y la antigüedad de
sus orígenes. Una cosa es cierta y es
que surgió con gran energía a partir del siglo XVIII y se fue transformando a
la par de los acontecimientos revolucionarios para tener en sus manos la
conducción de la mayor parte de los gobiernos europeos y americanos. Nadie ignora sus raíces gnósticas y
cabalísticas, ni la indudable influencia que tuvo en el crecimiento de la
mentalidad ideológica, liberal en sus comienzos pero que a poco andar tomó, en
algunos de sus sectores, un sesgo decididamente socialista.
Sería pueril atribuir a todos sus miembros
una unanimidad en el pensamiento y la acción que no suele ser el privilegio de
quienes combaten, antes que nada, por intereses ligados al poder. No obstante
las discrepancias estratégicas y tácticas que pueden existir con respecto a los
métodos para lograr sus propósitos y a los hombres que pueden integrar sus
cúpulas dirigentes, tienen un enemigo
común: Cristo y todo cuanto, en alguna medida, favorece la explosión de una
espiritualidad cristiana y, en consecuencia, de una mentalidad favorable a una
concepción realista del orden natural y a eso que la escuela morraciana y
positivista llamaron la física social. Por supuesto que un orden natural
concebido en esos términos alienta una concepción del mundo fundamentalmente teonómica y la masonería, desde su
iniciación, ha combatido por la imposición de un antroponomismo decidido.
En pocas palabras, estos movimientos
masónicos se propusieron, desde el instante mismo de su nacimiento, dar una
visión naturalista de la revelación y crear una sociedad que tuviera la
responsabilidad de una versión puramente humana de la obra de la redención. El
nuevo poder redentor sería, al mismo tiempo, político y eclesiástico. La política tomaría a su cargo el papel
liberador de la Iglesia mediante la impartición de una doctrina laica infalible
para desterrar, definitivamente, los errores provenientes de la superstición.
Predicaría una ética que librara al
hombre de los tabúes impuestos por la moral cristiana y procuraría la
implantación de una justicia social que desterrara para siempre la miseria.
Estos tres objetivos: ilustración, liberación y riqueza
económica venían junto con la santa trilogía revolucionaria de la igualdad,
libertad y fraternidad. Para
alcanzarlos se imponía luchar contra todos los cuerpos sociales que son el
resultado de las desiguales aptitudes en el curso de la historia y al mismo
tiempo anti-cuerpos indispensables para defender los organismos comunitarios
contra el ataque disolvente de las consignas revolucionarias.
Ambos enemigos: la Iglesia Católica y los
naturales cuerpos intermedios del orden social, dan a las fuerzas masónicas una
unidad en sus directivas que sería muy difícil encontrar en asociaciones que
luchan por la fe común. El odio crea una
suerte de infalibilidad al revés que da a sus ataques una certeza admirable
para golpear al adversario en sus puntos débiles.
Esta certeza para señalar los
desfallecimientos del enemigo ha sido observada con asombro por los cristianos
más inteligentes y atentos a los ataques de la masonería, por esa razón cuando
tienen alguna duda con respecto al valor de un movimiento que aparenta defender
las puestas católicas, averiguan lo que dicen de él las publicaciones masónicas
o comunistas y tienen la plena seguridad de que si piensan mal de esa corriente
de pensamiento es porque es buena y han percibido ese valor con la agudeza de
su rencor vigilante.
Guénon decía que en sus comienzos las sociedades masónicas cultivaron ciertos conocimientos esotéricos que por su índole debían permanecer en el secreto de algunos pocos hombres especialmente preparados para comprenderlos con armonía y equilibrio. Estos «iniciados», para darles el nombre que conviene a los adeptos de una «gnósis», conocían verdades reveladas por poderes ocultos que les permitía alcanzar una perfección en el conocimiento y la operación, de la que el común de los hombres no tenían la menor idea. Guénon, como otros privilegiados por el cultivo de saberes ocultos, no dice nada acerca de su origen, ni de su contenido. Tampoco prueba a lo largo de sus reflexiones inevitablemente exotéricas, que posea una ciencia capaz de superar los límites de una excelente inteligencia. En otras palabras, Guénon prueba saber lo que sabe una buena cabeza formada en la universidad de Francia, luego de haber cursado estudios de lenguas orientales, con especial atención a los escritos de la tradición sánscrita y muy probablemente también cabalística. Da a entender, en el calor oscuro de algunas insinuaciones más o menos sibilinas, que posee la clave de una ciencia profunda, tradicional, de la cual las religiones por nosotros conocidas, son la expresión «ad usum populi», adaptadas en cada circunstancia, al temperamento y las aptitudes metafísicas de los distintos pueblos.