“El último y principal
de los intentos masónicos: la destrucción radical de todo el orden religioso y
civil establecido por el cristianismo”. (León XIII, “Humanum Genus”, 1884)
Leyendo la Encíclica de León XIII “Humanum Genus”
sobre la Masonería (abril de 1884) y las obras más serenas y objetivas escritas
sobre la materia (obras resumidas en el artículo Francmasonería del Diccionario
Teológico Católico), se ve cuál es el fin secreto y auténtico de la misma. Desde
que la malicia del demonio dividió el mundo en dos campos: dice, en resumen,
León XIII, la verdad tiene sus defensores, pero también sus implacables
adversarios. Son las dos ciudades opuestas de que habla San Agustín: la de
Dios, representada por la Iglesia de Cristo con su doctrina de eterna
salvación, y la de Satanás, con su perpetua rebelión contra la enseñanza
revelada. La lucha entre ambos ejércitos es perenne, y desde el fin del siglo
XVII, fecha del nacimiento de la mentada asociación, que ha reunido fundido en
una todas las sociedades secretas, las sectas masónicas han organizado una
guerra de exterminio contra Dios y su Iglesia. Su
finalidad es descristianizar la vida individual, familiar, social,
internacional, y para ello todos sus miembros se consideran hermanos en toda la
faz de la tierra; constituyen otra iglesia, una asociación internacional y
secreta.
“El género humano, después de apartarse miserablemente
de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, por envidia del demonio,
quedó dividido en dos campos contrarios, de los cuales el uno combate sin
descanso por la verdad y la virtud, y el otro lucha por todo cuanto es
contrario a la virtud y a la verdad. El primer
campo es el reino de Dios en la tierra, es decir, la Iglesia verdadera de
Jesucristo. Los que quieren adherirse a ésta de corazón como conviene
para su salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su unigénito
Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El
otro campo es el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se encuentran
todos lo que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros
primeros padres, se niegan a obedecer a la ley divina y eterna y emprenden
multitud de obras prescindiendo de Dios o combatiendo contra Dios. Con
aguda visión ha descrito Agustín estos dos reinos como dos ciudades de
contrarias leyes y deseos, y con sutil brevedad ha compendiado la causa
eficiente de una y otra en estas palabras: “Dos
amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios
edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la
ciudad celestial”. Durante todos los siglos han estado luchando entre sí
con diversas armas y múltiples tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu
y ardor”. (Humanum Genus, 1884).
León XIII, hacia el fin de su Encíclica, revela el modo como estas sectas clandestinas se insinúan en el corazón de los príncipes, ganándose su confianza con el falso pretexto de proteger su autoridad contra el despotismo de la Iglesia; en realidad, con el fin de enterarse de todo, como lo prueba la experiencia; ya que después ––añade el Papa–– estos hombres astutos lisonjean a las masas haciendo brillar ante sus ojos una prosperidad de que, según dicen, los Príncipes y la Iglesia son los únicos pero irreductibles enemigos. En resumen: precipitan las naciones en el abismo de todos los males, en las agitaciones de la revolución y en la ruina universal, de que no sacan provecho más que los más astutos.
Este objetivo real de la descristianización
se enmascaraba antes con otro que sólo era aparente. La secta se presentó al
mundo como sociedad filantrópica y filosófica. Más,
logrados algunos triunfos, arrojó la máscara. Se
gloría de todas las revoluciones sociales que han sacudido a Europa, y
especialmente de la francesa; de todas las leyes contra el clero y las Órdenes
religiosas; de la laicización de las escuelas, del alejamiento del Crucifijo de
los hospitales y de los tribunales, de la ley del divorcio, de todo cuanto
descristianiza la familia y debilita la autoridad del padre, para sustituirla
por un Gobierno ateo. Practica el adagio: dividir
para vencer: separar de la Iglesia los reyes y los Estados; debilitar
los Estados, separándolos unos de otros para mejor dominarlos con un oculto
poder internacional; preparar conflictos de clase separando a los propietarios
de los obreros; debilitar y destruir el amor a la patria; en la familia separar
el esposo de la esposa, haciendo legal el divorcio, y más fácil cada vez;
separar, en fin, a los hijos de sus progenitores para hacer de ellos la presa
de las escuelas llamadas neutras, en realidad impías, y del Estado ateo.
La Masonería pretende también, contribuir al
progreso de la civilización rechazando toda revelación divina, toda autoridad
religiosa: los misterios y los milagros deben ser desterrados del programa
científico. El pecado original, los Sacramentos, la gracia, la oración, los
deberes para con Dios son absolutamente rechazados, igual que toda distinción
entre el bien y el mal. El bien se reduce a lo útil, toda obligación moral
desaparece, las sanciones del más allá ya no existen. La autoridad no viene de
Dios, sino del pueblo soberano.
Reina en la Masonería particular odio contra
Cristo. La blasfemia y la imprecación se reservan de modo especial para su
Santo Nombre; se intenta, en fin, robar Hostias consagradas para profanarlas
del modo más ultrajante. La apostasía es de rigor en sus
miembros cuando son recibidos en los grados superiores. A los ojos de los
iniciados, lo mismo a los de los judíos empedernidos, la condenación de Jesús,
pronunciada por la autoridad judicial, está perfectamente justificada, y la
crucifixión fué perfectamente legítima. La Iglesia Católica, es, pues,
combatida como la enemiga. Por fin, la noción de Dios, anteriormente tolerada,
es suprimida del vocabulario masónico.
La perversidad satánica de la Masonería se
revela, en fin, en el mismo misterio con que vela y protege sus propios
designios. Sus más importantes proyectos, discutidos en reuniones secretas, son
cuidadosamente sustraídos al conocimiento de los profanos y hasta de muchos
afiliados de los grados menos elevados. En cuanto a los iniciados, cuando son
llamados a los grados más elevados, juran no revelar nunca los secretos de la
Sociedad; y los que se proclaman defensores de la libertad, se entregan por
completo a sí mismos a un poder oculto que desconocen y del que, probablemente, desconocerán siempre
los proyectos más secretos. El hurto, la supresión
de los documentos más importantes, el sacrilegio, el asesinato, la violación de
todas las leyes divinas y humanas podrían serles impuestos: bajo pena de muerte
deberían ejecutar tan abominables órdenes.
El árbol se
juzga por sus frutos. La raíz de este árbol deforme es el odio a Dios, a Cristo
Redentor y a su Iglesia. Es, pues, una obra satánica, que demuestra a su modo
que el Infierno existe, el Infierno que la secta pretende negar.
No hay que maravillarse, por tanto, de que
la Iglesia haya condenado muchas veces la Francmasonería, bajo Clemente XII,
Benedicto XIV, León XII, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII (Cfr. Denz., 1967,
1718, 1859 y sigs.) El Santo Oficio, en su Circular de febrero de 1871 al
Episcopado, llega a imponer la obligación de denunciar a los corifeos y las
cabezas ocultas de estas peligrosas sociedades: el hijo no está dispensado a
denunciar al padre, y el padre al hijo. El esposo debe obrar igualmente
respecto a la esposa, el hermano con relación a su hermana. El bien universal
de la sociedad exige este rigor. El motivo de esta decisión del Santo Oficio se
funda en las supercherías a que recurren las logias, ocultándose bajo nombres
ficticios.
La Masonería, primera en negar el Infierno,
es, por consiguiente, la prueba, con la propia perversidad satánica, de su
existencia. Esto se revela ante todo en las profanaciones de la Eucaristía:
ésas son manifiestamente inspiradas por el demonio y suponen, por tanto, su fe
en la presencia real. Esta fe del demonio, como explica Santo Tomás (II, II, q.
5, a. 2), no es la fe infusa y saludable con la humilde sumisión del espíritu a
la autoridad de Dios revelador; es una fe adquirida que únicamente se funda en
la evidencia de los milagros, porque el demonio sabe bien que son verdaderos
milagros, completamente distintos de los engaños de que él es autor. Estas horribles profanaciones de Hostias consagradas son,
pues, a su manera, una prueba sensible de la protervia satánica y, por consiguiente,
del Infierno al que está condenado Satanás. De ese modo el mismo demonio
confirma el testimonio de las Santas Escrituras y de la Tradición que él
quisiera negar.
Por lo demás, de cuando en cuando, como en la
guerra última, aparece en la vida pública de los pueblos un odio espantoso; se
diría que el Infierno se abre a nuestros pies. Esto
confirma la Revelación: los delitos de los que no se hace penitencia tendrán una
pena eterna.
REGINALD GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.
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